El estudio de la OMS y el Instituto Guttmacher coloca en una compleja disyuntiva a los militantes antiabortistas.
El País. Gabriela Cañas
Sus resultados demuestran que para defender verdaderamente la vida —por utilizar su propia terminología— y frenar el aborto, lejos de prohibirlo hay que despenalizarlo. La paradoja es meramente aparente, pues es sabido que allá donde se legisla a favor del aborto no se busca incrementar el número de interrupciones del embarazo, sino garantizar las condiciones sanitarias en las que se realizan. No es casualidad que sea justamente en tales países donde ello se acompañe de una sólida red de planificación familiar que evite embarazos indeseados y, por tanto, el aborto, una experiencia traumática para la mayoría de las que lo sufren. Es el caso de España y de casi toda Europa, donde, además, la ley consagra el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su maternidad.
Los antiabortistas, muy arropados por las clases dirigentes y la jerarquía eclesiástica católica en América Latina, deberían reflexionar sobre este asunto. Con las leyes más restrictivas del mundo han logrado en el subcontinente la mayor tasa de abortos y un récord solo superado por África en porcentaje de intervenciones clandestinas que ponen en riesgo la salud y la vida de la madre. Si se tiene en cuenta que las latinoamericanas sufren un altísimo nivel de violencia —incluyendo violaciones que en caso de embarazo no pueden interrumpir en algunos países—, cabría preguntarse entonces sobre el concepto que de la vida tienen esos jerarcas tan rectos y estrictos que, sin embargo, no suelen alzar la voz contra tanta ignominia.
El problema de los estudios científicos —y lo son los basados en estadísticas fiables como este— es que a veces destapan incoherencias que se alimentan de cierta hipocresía. Porque no puede ser casualidad que allá donde se niega a las mujeres su derecho a decidir en nombre de la vida se dé cita también la mayor despreocupación sobre la discriminación que las humilla.