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Por Katy Migiro

NAIROBI (TrustLaw) – «Estaba sangrando mucho. Creí que iba a morir», dijo Emily, recordando la hemorragia de dos semanas que sufrió luego de pagar 10 dólares por un aborto en el barrio pobre de Mathare, en Nairobi.

«Es lo más doloroso que he experimentado en mi vida. Incluso dar a luz no es tan doloroso como hacerse un aborto», afirmó.

Una de las razones por las que la población mundial se está incrementando -el lunes llegó a 7.000 millones de habitantes, según estimaciones de la ONU- es que las mujeres de bajos recursos tienen poco control sobre sus cuerpos y su fertilidad.

Uno de los lugares donde esto se ve reflejado es Kenia, donde las altas tasas de violencia sexual, el limitado acceso a a planificación familiar y la pobreza lleva a que el 43 por ciento de los embarazos sean no deseados.

La mayoría de estas mujeres y niñas no tienen más opciones que dar a luz porque en la mayoría de los casos un aborto es técnicamente ilegal, aunque la aplicación de las leyes sobre este tema es ambigua, lo que genera una situación para los más ricos y otra para los más pobres.

Como resultado, más de 2.600 mujeres kenianas mueren en hospitales públicos cada año luego de someterse a abortos clandestinos. Muchas más pierden la vida en casa sin haber buscado ayuda médica. Y otras 21.000 mujeres son hospitalizadas cada año con complicaciones relacionadas a abortos.

Cuando Emily, de 28 años, se enteró de que estaba embarazada en el 2009 su novio negó que se tratara de un hijo suyo y la abandonó. Ella estaba desempleada y ya tenía una hija de siete años, Ashley. Sus amigos le aconsejaron que pusiera fin a su embarazo.

«He visto a amigas mías pasar por un aborto. Tenía mucho miedo», sostuvo, agregando que encontró a una amiga de 20 años muerta junto a una nota explicando que había tomado una botella de lejía esperando que eso le causara la pérdida del feto.

Luego de dos meses sin saber qué hacer, Emily tomó prestados 10 dólares de amigos -el equivalente a la renta de dos meses- y buscó tratamiento en un conocido local donde se realizaban abortos.

Una anciana le insertó un tubo plástico en la vagina y le dijo que se sentara por varias horas en una cubeta hasta que oyera algo caer.

«Sentí que algo caliente bajaba por mi vientre. Ella me dio una medicina y me fui a casa», dijo Emily, dentro de una vivienda hecha con planchas de fierro corrugado.

Luego de una semana de hemorragia, los amigos de Emily le llevaron más medicinas de la anciana que hizo el aborto pero no fueron de ayuda. Finalmente, la llevaron a una clínica cercana donde recibió una inyección para detener el sangramiento.

Su ex novio la golpeó cuando se enteró sobre el aborto.

«Me dijo que era una asesina, que había matado a su bebé», dijo Emily.

LEYES AMBIGUAS

Kenia es un país profundamente cristiano y la iglesia es firme en su condena al aborto. Pero la implementación de la ley, que prohíbe la práctica excepto en casos donde la vida de madre corre riesgo, es ambigua.

El código penal indica que las mujeres que se someten a abortos ilegales pueden ser encarceladas por siete años. Pero las mujeres más ricas y educadas se aprovechan de los «reglamentos médicos» que permiten interrumpir embarazos en el interés de la salud física y mental de la madre pero que requieren la aprobación de numerosos doctores.

«En Kenia no sabemos si es que realizar un aborto es legal o ilegal. Estamos en el medio», dijo un médico que realiza estos procedimientos.

Los hospitales públicos rara vez proveen el servicio, pero se puede acceder fácilmente al procedimiento en las clínicas privadas, tal como el prestigioso Hospital de Nairobi donde mujeres pagan alrededor de 1.000 dólares por la interrupción de un embarazo.

La organización internacional de caridad Marie Stopes realiza abortos en clínicas por entre 25 y 60 dólares, lo que aún es precio que pueden pagar la mayoría de los kenianos.

«Si cobráramos menos, estaríamos abrumados», dijo un médico que trabajaba para Marie Stopes.

PALILLOS DE TEJER

Las mujeres y adolescentes de pocos recursos a menudo no tienen más opciones que recurrir a los centros de aborto clandestinos.

«Usan rayos de bicicleta, palillos de tejer (…) colocando palos y lápices en el cérvix», afirmó Joseph Karanja, un ginecólogo-obstetra que trabaja para el Hospital Nacional Keniata de Nairobi.

Otros métodos dolorosos y a veces letales incluyen beber detergente o una sobredosis de píldoras para la malaria.

El departamento de ginecología del hospital recibe cinco mujeres cada día que buscan atención luego de realizarse un aborto. Tiene 30 camas, las cuales algunas veces deben ser compartidas por hasta 70 mujeres.

Las mujeres a menudo se demoran en buscar tratamiento hasta que se sienten demasiado enfermas, debido al temor, a la falta de dinero y a la agitación emocional.

«Ellas llegan al borde la muerte», dijo Karanja, que estima que cada mes una o dos mujeres pierden la vida en hospitales por complicaciones después de un aborto.

«Se quedan en casa aterradas porque tienen miedo de ser arrestadas. Así que el útero se les empieza a pudrir. Sufren una terrible infección que se llama shock séptico, que es cuando ya existe daño al tejido, a los riñones, y luego mueren», explicó.

Los abortos clandestinos provocan el 35 por ciento de las muertes de mujeres embarazadas en Kenia, frente al promedio mundial del 13 por ciento.

Para Karanja, el problema es la brecha entre los ricos y pobres del país.

«Los ricos y poderosos no tienen este problema. En esos hospitales impecables estos servicios están disponibles y son rutinarios», afirmó.

«Estos servicios deberían seer provistos en centros de salud públicos porque es a dónde acude la gente ordinaria», aseveró.